Siempre quise ser abogada. De chica, veía embelesada películas y series sobre abogados y juicios con el enfoque de la profesión que me ofrecía Hollywood. En el secundario hice un taller de orientación vocacional y el resultado fue muy diferente al que había soñado de pequeña y al que me imaginaba: turismo. Sin hacer mucho caso al taller y fiel a mi deseo de siempre, luego de una infancia inocente en Río Cuarto y una adolescencia pueblerina en San Luis, emprendí mi camino a Córdoba, hacia la Facultad de Derecho.
Esta ciudad maravillosa puso al alcance de mi mano las experiencias justas para que dudara de mi sueño de ser protagonista de Law and Order. Por eso, averigüé sobre la carrera de Turismo y de paso también indagué en una escuela de cocina muy conocida (Azafrán), ya que empezaba a pensar, además, en el ámbito gastronómico. De niña coleccionaba libros y suplementos de arte culinario y me encantaba acompañar a mis abuelas en la cocina, ser parte de sus tareas y sus especialidades. Pero seguí insistiendo en mi primer deseo de seguir Abogacía.
Durante un tiempo, mientras cursaba mis estudios universitarios, trabajé de moza en un hotel cercano a la facultad. Ahí me di cuenta de que el trabajo que me estaba dando la posibilidad de quedarme en la capital se vinculaba profundamente con dos cosas que venían resonando en mi historia y en mi cabeza: el turismo y la gastronomía. Mis días entre estudiantes de cine y artistas, y trabajando en un hotel -con todo lo que implica, como viajeros, visitantes, lenguas, diálogos, movimiento permanente-, marcaron mi perspectiva. Poco a poco me iba dando cuenta de que lo jurídico no era lo mío. Como un mensaje que la vida me daba a gritos, pese a la carrera que cursaba, mi entorno y mi juventud estuvieron siempre surcados por la presencia de personas del ámbito del arte.
Siguieron seis años movidos, turbulentos: dos intentos de abandono por viajes y propuestas de trabajo en el exterior que no se dieron, cambios de carreras, idas y vueltas, hasta que finalmente, y contra lo que mis vivencias me iban poniendo en el camino, me recibí. El regalo de mi familia por este “mérito” fue un pasaje a España. Tenía ciudadanía italiana, boleto en mano y algunos euros, por lo que decidí emprender el viaje que tenía pendiente desde 2001 y que la crisis de entonces no me había permitido concretar. Recorrí, conocí gente y lugares maravillosos, comí. Y regresé, un año después, ahora sí, a ejercer mi profesión de abogada.
Apenas llegué a Argentina trabajé para la provincia de Córdoba, pero algunas aristas de esto no terminaban de convencerme, así que mi búsqueda de inserción continuaba. Comencé a trabajar con un grupo de abogados culturales y a viajar por ello muy seguido a Buenos Aires. Ahora me relacionaba con abogados que, en definitiva, no eran muy “abogados”. Y, una vez más, volvía a vincularme con artistas.
De este modo llegamos al punto en que el café de especialidad se mete en mi vida. Allá por el 2017, en alguno de mis tantos viajes de trabajo, descubrí Salvaje Bakery, con sus panes de masa madre realizados en un garaje de Palermo, y una súper Marzocco roja que era el toque vintage del lugar. Recuerdo que pedí dos panes para llevar y un “flat white”, que no sabía qué era pero sonaba muy bien. Ése fue el mejor café que había probado hasta el momento: cremoso, dulce; no era amargo, no tenía sabor a quemado. El café perfecto. Volví a Córdoba alucinada y sabiendo que ese café y esos panes habían cambiado el rumbo de la vida que llevaba hasta entonces.
Como una especie de mágica casualidad, surgió entonces la posibilidad de ser indemnizada en mi trabajo. Esto me hizo ver una luz de cambio, de aires nuevos, pero fundados también en un antiguo deseo. Porque, además de ser abogada, también siempre había fantaseado con tener mi cafecito, pequeño, tranquilo, plagado de cosas ricas. ¿Quién no sueña con eso en algún momento de la vida?
Empecé a averiguar. Lo primero era saber quién vendía esa máquina Marzocco. Así, me topé con José y el café de especialidad. No tenía idea de qué era eso. Me fui metiendo poco a poco, aprendiendo cada vez más, y ese mundo me fue atrapando, cautivando. En Córdoba se daban cursos de barista, pero no había nada (o casi nada) relacionado con el café de especialidad. “¿Para qué, si el cordobés no lo aprecia?” Eso me decían los gastronómicos.
Y contra todo pronóstico, me animé: renuncié a mi trabajo y al derecho, y empezó mi construcción de Le Dureau, café y arte. Comenzaba la magia. Mis hermanos como socios de esta locura y los amigos, que siempre están ahí. Al final de cuentas, entendí que hay otros locos como uno; locos que se cruzan en el camino y sólo hay que tomarles la mano para largarse juntos a la aventura y a las oportunidades.